1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la
mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan,
apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos
remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no
los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el
viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se
multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco
picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el
poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos
arrancados de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos
esos reflejos anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas
forradas de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo,
¿arde el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como
esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca
voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio
resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean:
«Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»
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1492
Guanahaní
Colón
Guanahaní
Colón
Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más
de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes.
Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los
nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo,
hombre de letra lenta, levanta el acta.
Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las
arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos
hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y
que contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que
lleváis colgado de las narices y las orejas?
Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte
con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe: 47
—¿Japón? ¿China? ¿Oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en
genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al
Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y
piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se correrá la voz por las islas:
—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!
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